A primera
vista, parece que las bicicletas y los automóviles tuvieran algo
que ver. Pero un análisis cuidadoso revela pronto el error. La relación entre
velocípedos y vehículos motorizados es aún menos estrecha que la que
existe entre los cuadrúpedos y los bípedos biológicos. Su supuesto
parentesco se basa en cierta similitud de partes y funciones; pero para el ciclista
son bien claras las diferencias de naturaleza. Mientras que los autos se
sostienen sólidamente sobre sus cuatro ruedas y se mueven impulsados por
contaminantes motores de combustión, la bicicleta es hija de otro
prodigio absolutamente más sencillo y saludable: el equilibrio.
Equilibrio, define el diccionario, «es el
estado de un cuerpo cuando actúan sobre él fuerzas iguales y de sentido opuesto».
Sin duda, los autos tienen sus propios equilibrios, pero ninguno
tan sutil como el que sustenta a las bicicletas. No está
lejano el día en que los vehículos de combustión desaparezcan o se
emancipen manejados por sus propias computadoras. Pero, ¿podrá un robot manejar
un biciclo? ¿Podrá un intrincado sistema de giroscopios ir guardando el
equilibrio mientras toma una curva rápida, a costa de quebrar el timón y poner
la bicicleta en ángulo de 45 grados?
Pero el equilibrio
no es patrimonio de los ciclistas. Hay quienes lo usan desde hace
millones de años: los pájaros. Sólo al volar, la magia del equilibrio es más bella. Con las alas
extendidas las aves remontan vuelo y se suspenden en el aire, pero no por mucho
tiempo: hay que agitar las alas, entregarse al fenómeno con confianza y
esfuerzo. El aire no es ingrato y responde revelando secretos que el ave domina
y reconoce retozando con piruetas.
Igual es
para el ciclista. Es conductor, motor, contrapeso y pasajero. Su aire es
su máquina. Tomado el impulso suficiente es posible dejar de aletear y
dejarse llevar por la corriente de una bajada y aprovechar la inercia para
subir nuevamente. En vuelo
rasante, uno siente que está libre de los rigores del suelo, de los
embotellamientos de tránsito, de los huecos, de los pasos estrechos. Es una
ilusión, claro, pero se sostiene mientras nuestros pies no toquen el suelo.
¿Los motociclistas?
Bueno, son como el eslabón perdido. Una desgraciada mutación que nos recuerda
que la naturaleza también se equivoca. La mayoría de motos son autos de dos ruedas, para trasladarse o hacer cobranzas. Otras son aviones-caza,
propicias para el ruido y la muerte violenta. Las motos
no vuelan, cortan el aire. No mantienen el equilibrio, lo
secuestran. Sus pilotos, militares al fin, no comprenden las ilusiones de
libertad. Se someten, felices, a la dictadura del vértigo, de la combustión, de
la fuerza. Subalternos del tacómetro y del velocímetro, jamás entenderán el
embrujo del dolor, del camino, del delirio.
Artículo de Pablo Vásquez para
Sophimanía
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